Rubén Cárcamo Bourgade

jueves

TRANSPORTE COLECTIVO.



Ese país que recuerdo y que parecía invariable; no lo era. Y qué bueno que no esté. Ese vacío borroso que saturo con imágenes y que intento aderezar  con mentiras;  no tiene arreglo ante la verdad. 
Veamos el caso de los micreros o choferes de buses y sus máquinas. Ese  -  nunca tan bien dicho – micro-territorio del haragán veloz, asesino en serie y recolector de nuestro desprecio.
La visión la tuve cuando regresé con Tato, Patty y María Angélica a la esquina de mi abordaje escolar en el paradero N° 19 del Troncal de Quilpué del Gran Valparaíso. Cuántas veces fui bajado con insultos, por el micrero conductor de  esos mismos buses que Reggie celebraba cuando pasaban recargados de lucecitas ornamentales. 
Parecía volar la Sol del Pacífico, cuando se asomaba en la cresta de la loma de asfalto de Freire con San Martín.
- ¡Si parece arbolito de Pascua! -  Exclamaba Reggie. Y pasaba de largo al vernos cargados de cuadernos con la chaquetita azul y el pantalón de gris.
Por eso te desprecio. Por el temor de parecerme a ti, de traicionar y dejar a la deriva a quien me necesita. Pero era el Chile que venía.

El micrero conductor era piloto y tenía de co-piloto nada menos que a Dios mismo. ¡Y cómo no!  Si  era un neurótico, un malo de adentro, un as del boleto cortado que nunca pasaba por tus manos y cual malabarista transformaba en “palomita” ese ardid para quedarse con el boleto cortado sin entrega. Simular que ya cobraba cuando en verdad se cargaba los bolsillos. Cara de duro como el manubrio
Su indumentaria era eminentemente sebosa,  tanto como su manubrio vibrador con palanca al piso incluido y su lenguaje;  el motor rujiendo al unísono de suplementeros, inspectores y mujeres del país. Fruto huero del país.
Su micro-universo, era la máscara de ese Paisaje Parabrisas y altar del trabajo:   espejo con letras cursi de Daniela y Cecilia enmarcado por flecos de seda del color de su equipo, verde wanderino o amarillo-azul evertoniano, zapatitos de guagua que siempre me recordaron las animitas del camino o la tumba con rejitas de palo de un bebé en el cementerio El Belloto, un remolino de papel decolorado, virgencitas de Guadalupe, el gato que saluda, pesera de madera con forro de vinílico y flecos, decorada con tachuelas de bronce, pantalones arremangados para ventilar esa piel con pocos pelos, calcetines comidos por las zapatillas Bata sin cordones y la excitante y hasta erótica  palanca de cambios con su manija de pata de jaiba en ámbar de polímero. Radio con la última de la Sonora Guangualí  al volumen suficiente como para ensordecer al motor y hacer vibrar el piso aceitoso por el petróleo utilizado como despulgante. 
Ninguna ventana abre si está cerrada y ninguna cierra si está abierta en su máquina “La Regalona”. Golpeteo feroz cuando se abre la puerta trasera y el córranse para atrás para que se siente la señora. Aceleración violenta para amontonarnos atrás donde se inflaman los pulmones por el humeo calientito del Diesel mal combustionado. Frenazo imprevisto y chirrido de balatas para soltar todas las tapaduras de las amalgamas. Éramos ganado. Lo somos todavía. Arriados por Isapres, Farmacias, AFP y toda la ingeniería comercial, nos conducen directo al matadero.
Ese era el micro-territorio de Chile donde se apilaban los pobres y estudiantes dejando su cansancio en el babeo, en el vaivén y los cabezazos contra la ventanilla empañada por el aliento de los muertos vivientes. O era el paisaje de la pesadilla del Chile que hacia mí venía como un atropello. 
Allí viajé con mi uniforme  como quien se cuelga de un país,  para no quedar botado por el progreso que pasaba.  
- ¡Que no se te pase la micro! 
-¿Me lleva? 
-¡bájate huevón, voy lleno!

Y me ha traído al terminal. Al proceso final de todo habitante de este viaje largo predestinado. Mejor hubiera sido lanzarme del paseo, allí, por la mitad del trayecto y caminar a pie dentro de mis zapatos brillantes hacia ningún destino,  antes de vivir en el horrible Chile que inventaron.
¿Y cuánto de esa lección de vida se quedó?  
¿Cuánto de ese trasporte colectivo es el Chile de hoy?
Sigo escolar lleno de espinillas pasado a hormonas, con la angustia del pase escolar  y cimarrero,  mirando las piernas sin panty de las chicas del liceo, transpirado a lápiz Bic, a dibujos sicodélicos y asustado por la rabia y la impotencia que no cabe en pecho alguno. Vivir lo insoportable, aguantar, durar y que mis amigos -  soñadores míticos - le dicen RESISTIR.
¿Detendrá el micrero la máquina del progreso en el paradero que la vida me ha indicado?¿ O suspenderá - con esa mirada de odio en el espejo retrovisor - mi viaje de incierto y perpetuo miedo?  
¿Qué decidirá ese piloto y su, tan conspicuo,  co-piloto?  
Se me suelta la corbata cuando trago saliva para darme valor y pronunciar:
- Me para en el siguiente si es tan amable. ¿Por favor?
Moverá esa palanca de fierro articulada, abrirá las puertas, las traseras y me dejará donde ellos lo dicidieron

- ¡No es mi paradero! 
- Pues la siguiente que te lleve!
- ¡Crestas; me pasé!  

Sin regreso posible y sin saber a dónde ir.  
Y no para de llover. 

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