Rubén Cárcamo Bourgade

miércoles

EL IMBUNCHE o la forma sigue a la ficción.

LA MURALLA ENTERRADA (la ciudad imaginaria de Santiago de Chile)
Viajaba de retorno a Santiago con Jorge y Fernando . después de visitar al herido Cucho, cuando de improviso le expelo esta palabra a Jorge: Es un imbunche. Jorge erudito en arquitectura, e imbuido de cultura europea,  me mira extrañado y me pregunta ¿qué es un imbunche?. Quedé mudo, porque para mí – lector por sobre todas las cosas -  la palabra es gigantesca... y solo pude decirle que era un ser de la mitología chilota. Lo que pareció tranquilizarlo. Hubiera querido decirle que en conversaciones con Andrés Weil comentamos la tesis basada en el ensayo de Carlos Franz, La Muralla Enterrada, que describe la ciudad imaginaria de Santiago de Chile a partir de 7 barrios arquetípicos que encarnarían el espíritu nacional. La tesis era “Arquitectura, Identidad, Ficción, pero Fernando  - que iba al volante -  no hubiera podido soportar la perorata y se hubiera quedado dormido... y nuestras vidas son preciosas.. !! Así es que la perorata va ahora.
Me decía Andrés: "La ficción en arquitectura implica un gran desafío ético, pues su materialización impondrá ideas del habitar de unos sobre otros. El salvoconducto ético de los proyectos de arquitectura es el “hacer sentido”, lo que está dado por las coherencias de los imaginarios a través de la dialéctica entre arquitectura y realidad: entre los “pretextos” que inventamos, los “textos” que construimos en honor a estos, el “contexto” espacio temporal que vivimos y el “meta-texto” que soñamos."
En esa investigación se habría evaluado las coherencias sensibles de las ficciones proyectadas en el Taller de Andrés; las cuales fueron formuladas desde el Santiago que describe Carlos Franz en “La Muralla Enterrada .   Paso entonces a mostrar, un fragmento de ese ensayo sobre literatura urbana, que explica nuestros "eternos provisorios".
CARLOS FRANZ
PRIMERA PARTE 
 Entre la muralla y el imbunche
«...las ruinas de esta muralla que nadie terminó de demoler». José Donoso, El obsceno pájaro de la noche.
A mediados de la década de los setenta una gran muralla enterrada fue descubierta en mitad de Santiago. Un muro ciclópeo, hundido una decena de metros bajo las avenidas de la ciudad fue apareciendo día a día, durante meses, paralelo a la excavación de la primera línea del tren subterráneo. La maciza obra de ladrillos unidos con argamasa y fundada en piedra de cantera, se extendía por kilómetros siguiendo el curso sinuoso del río Mapocho.
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Fue toda una noticia en los diarios sin noticias de aquella época, el verano de 1975. Recuerdo que yo tenía casi 16 años y me sentía extraviado en esa edad, perdido en Chile, cuando decidí ir a verla. Bajé al profundo socavón un atardecer, poco después que las faenas hubieran terminado.
A medida que descendía por el tajo, los bocinazos de la ciudad iban alejándose, el perfil de los edificios desaparecía. Los obreros abandonaban la faena con sus bolsos al hombro, de vuelta a casa. Pronto, en el fondo de la zanja, en la creciente oscuridad del ocaso, sólo quedó la inmensa muralla recortada contra el cielo veraniego que arde un instante sobre Santiago, antes de apagarse en la oscuridad.
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Recuerdo mi conmoción, una admiración mezclada de angustia ante el colosal muro rojizo que se perdía de vista en la perspectiva horizontal de la grieta, revenido en varias partes, pero aún resistiendo sobre sus estribos de granito. Me sentía insignificante ante el tamaño de aquel murallón ciego, amenazado por su rostro acribillado e inescrutable, que en cualquier momento podía terminar de desplomarse sobre mí. Y sin embargo, con toda su maciza amenaza, también me conmovía esa mole enterrada... Me conmovían sus almenas decapitadas, sus espolones cojos, hundidos en el barro de Santiago. Por alguna razón, oscura a mi edad, me daba pena el aspecto frustrado del gigante, su poder contrahecho. ¿Por qué algo tan grande y tan hermoso había sido abandonado y enterrado? ¿Quién había mutilado y escondido eso que pudo ser nuestra fuerza y nuestra belleza? No alcanzaba a entenderlo, y sin embargo...
El aire allí abajo, como suele ser en los pozos, era frío y húmedo. Pero había algo más, algo dulzón y a la vez amargo que me picaba en las narices y me irritaba los ojos, algo que parecía emanar de la pared misma, rascada por las jorobadas palas mecánicas que reposaban cabizbajas en la zanja. Me acerqué al pie del tajamar, atraído por una invencible intuición y lo olí. Hundí la nariz entre las junturas de los gruesos ladrillos carcomidos por el tiempo. Recuerdo haberme estremecido. En algún sitio había leído que en las obras de ciertos muros coloniales se había empleado como argamasa una mezcla que a veces incluía, junto a huevos y cal, sangre de vacunos. Arremolinado por el chiflón, el polvillo de la muralla enterrada subía hacia Santiago, devolviéndole un aroma antiguo que había permanecido allí, sepultado vivo durante siglos. Junto al polvo de arcilla y la cal, una tufarada de sangre seca se elevaba en volutas rojizas desde lo más hondo del pasado de la ciudad.
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Las obras terminaron, el tren metropolitano pasó, los trozos de pared que sobrevivieron volvieron a ser tapados. El muro oculto en las bases de nuestra ciudad, había salido a la luz unos meses, había soltado su polen sangriento, y había vuelto a ser sepultado. Han transcurrido 25 años y nunca he podido olvidar ese primer encuentro con la muralla enterrada de Santiago, esa revelación que lentamente, en este cuarto de siglo, ha ido cargándose de sentidos para mí.


Muchos años después, cuando empezaba a interesarme en otros entierros nuestros, entre ellos el de la literatura chilena enterrada por nuestros olvidos, quise leer a José Victorino Lastarria, «padre fundador» de nuestra narrativa. Entre sus obras llamó mi atención la que podría ser la primera novela chilena que merezca ese nombre: El mendigo... La escena inicial ocurre en Santiago, precisamente en el paseo de los tajamares del Mapocho, a mediados del siglo XIX. El protagonista se pasea un día de primavera sobre la gran muralla - entonces erguida en toda su anchura - y describe la vista del río, la cordillera, la naturaleza que rodea la ciudad: «Oh, encantos del Mapocho», exclama románticamente (¡Qué diríamos hoy día...!). Pero cuando se vuelve hacia Santiago para describirnos la urbe que se defiende detrás de esos murallones, su tono cambia, su mirada se ensombrece, encuentra: «el aspecto duro i melancólico de una ciudad envejecida, cuyos edificios ruinosos están al desplomarse...».
Allí estaba de nuevo, la muralla enterrada de Santiago. Viva y asomando aún, en nuestras primeras ficciones. La pared orgullosa desde cuya altura podía observarse: de un lado la belleza que nos rodea, y del otro, las ruinas que estas defensas ocultan y acaso presagian.
. http://melisa-detodounpoco.blogspot.com/2009/11/mie-2-ene-2008-giovatto-molinelli-un.html
En efecto, yo la había visto más de un siglo después, enterrada. Sabía que la ruina llegaría también a ese alto muro mencionado en el libro, condenado por esta tendencia general de nuestras cosas a truncarse antes que a durar.

Fue entonces que empecé a entender algo de lo que años atrás me había conmovido ante esa muralla enterrada. Torvo, tullido, desmembrado, todavía escurriendo la sangre seca de sus mutilaciones, el muro me pareció ahora la imagen mayúscula de uno de esos imbunches de nuestra mitología. Uno de esos hombres cuyos orificios han sido cosidos y sus miembros amarrados o cortados para - sin matarlo - reducirlo a la inexpresividad total, a una pura posibilidad de lo que nunca será. Ni preservada, ni completamente destruida, la muralla había nacido sólo para ser enterrada, sólo para ser «las ruinas de esta muralla que nadie terminó de demoler» ( José Donoso)
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Es decir, aquello que tanto en su proyecto, como en su ruina, estuvo condenado a quedar incompleto. Aquello que los chilenos declaramos duradero y soñamos grande, y que luego, fieles a nuestros atavismos, vamos mutilando y cortando, pero también zurciendo y parchando, hasta reducirlo a la forma nacional favorita, única que no nos agravia con su diferencia: el imbunche.
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Así, hundida en su zanja y asomada en sus libros; primero elevada, luego enterrada, finalmente delatada en nuestras ficciones, la gran muralla de Santiago puede erguirse como espectro y semblante de nuestra ciudad, y por ahí, de tantas señas de nuestra identidad:
- Del olvido que niega las enormidades de nuestra historia, y que entierra juntos los aluviones violentos del pasado y las defensas construidas para atajarlos.
- De las barreras que no nos es posible salvar sino tapándolas, escondiéndolas.
- De los muros que debemos levantar contra lo natural - contra nuestra naturaleza - por carencia o inseguridad de lo cultural.
- De nuestra fatal tendencia al imbunche. Esta inclinación a cortar las alas de lo que se eleva, derribar la grandeza, mutilar lo que sobresale, y enterrar lo que se asoma.
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La muralla enterrada, síntoma y símbolo de nuestra identidad imbunchada, negada por pura vergüenza de ese ícono de lo que podríamos llegar a ser; a no ser por nuestra inconstancia y cobardía.
SEGUNDA PARTE:

Santiago de Chile: entre la muralla y el imbunche.
Acuarela de los Tajamares,  de Carlos Wood.
Entre la inútil defensa de nuestras debilidades y la mutilación de nuestras posibilidades.
De esos signos leídos en los muros y los libros de Santiago, de esas «lecturas», nacen estos ensayos. Lecturas que también son deseo, sueño de un desciframiento mayor: leer a Chile. Leerlo desde su capital y desde su imaginación. Leer nuestro país en el cruce de dos de sus señas de identidad más potentes: la primordial huella física de nuestra existencia, nuestra metrópolis; y la principal marca metafísica que hemos dejado en el mundo de los símbolos, nuestra imaginación literaria, nuestras ficciones.
Leer las ficciones de la ciudad imaginaria de Santiago de Chile, también, para ensayar una idea de identidad nacional más fluctuante y movediza. Una que no defina sino que delinee. Una identidad que incluya la alteridad: ecuación inestable entre lo que somos y lo que imaginamos; entre una tradición inventada y un futuro soñado; entre nosotros y ellos.
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Las novelas de Santiago propician esa posible identidad nacional inclusiva, asediando nuestra mentira oficial por uno de sus pocos flancos desguarnecidos: la imaginación.
La verdad chilena rara vez aparece en nuestros discursos, en nuestra historia o en nuestras crónicas; en ellos racionalizamos, blanqueamos el muro de contradicciones, ambiciones y miedos que nos protege e inmoviliza, a un tiempo.
Una identidad chilena inclusiva de sus diferencias y negaciones, sólo puede traslucirse en los descuidos de nuestro poder, cuando la vigilancia racional se afloja. En el arte, en la embriaguez, en la violencia, en el mito; allí, a veces, decimos la verdad. La novela es todas estas cosas: arte de imaginar, embriaguez de la razón, violencia que le hacemos a la realidad. Mito.

TERCERA PARTE:   El «desierto» de Santiago

Leer la novela de Santiago puede sacudir, además, el árbol seco de un viejo prejuicio: la proverbial resistencia de la realidad chilena a la imaginación narrativa. Chile se resiste a ser imaginado, inventado, narrado, se dice. Lo que este país admite, a veces, es que se cante su territorio, su paisaje, pero no que se narre su ciudad - que es como decir su sociedad -.
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El argumento tiene alguna fuerza. «Chile es un país de poetas», nos han enseñado desde el colegio. Y ya que estos grandes poetas habrían cantado, más que nada, sus territorios, exaltado sus lares, de Neruda a Zurita, por mencionar dos voces, el país literario estaría en su geografía, no en sus urbes. Basta recordar los feroces versos de Nicanor Parra:
da risa ver a los campesinos de Santiago de Chile... dando por descontada la existencia de la ciudad y de sus habitantes:
aunque está demostrado que los habitantes aún no han nacido,
ni nacerán antes de sucumbir...
Creemos ser un país y la verdad es que somos apenas paisaje.
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Paisaje de un desierto... La prueba definitiva sería que Santiago, la principal agrupación humana de Chile, no tendría una novela urbana que valga la pena. No sólo frente al habitual catálogo de comparaciones abusivas: ¿Dónde está el Londres de Dickens, el San Petersburgo de Dostoievsky, el Dublín de Joyce, en Santiago? Sino que también seríamos puro paisaje comparados con nuestro vecino paradigmático, el yunque argentino sobre el que acostumbramos remachar nuestro complejo de inferioridad. A diferencia del Buenos Aires de Marechal, Arlt y Borges, la capital de Chile habría sido ese desierto de nuestra imaginación y nosotros su espejismo.
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Hay que sospechar de estas negaciones nuestras, absolutas; huelen a esa mala memoria - tan parecida a una muralla enterrada -, que parece sernos congénita.
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Leer las novelas santiaguinas levanta la costra dura de ese prejuicio y muestra algo de lo que hay abajo. Como aquella muralla enterrada se atisba una ciudad allí al fondo. Una urbe ignorada, terrible en su mayor parte. Un Santiago lleno de furia y dolor, sueños y mitos, corto de esperanzas, largo de decepciones. Un imbunche, en suma. Pero una ciudad nuestra, narrada.
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Un Santiago cuya narrativa hemos olvidado, enterrado, por las mismas razones, probablemente, por las cuales destruimos día a día a la ciudad que las inspira. Porque no toleramos la imagen de nosotros mismos, que la ciudad y sus ficciones nos devuelven.
Podría objetarse que es la literatura de Santiago la que no ha amado a su ciudad, enajenándose así el sentimiento de sus lectores.
¿Por qué la novela no ha querido mirar la «copia feliz del edén» de nuestro himno - preguntarán algunos - y en cambio ha acumulado estas imágenes recurrentes de entierro y dolor, muralla e imbunche que habitan el Santiago literario?
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Una respuesta fácil, y reduccionista, sería que las limitaciones físicas de la ciudad han determinado esta imaginería. Hay que descreer de estas reducciones: la literatura, aun la más realista, no le toma dictado a la realidad. Siempre es un precipitado síquico, filtrado por nuestras obsesiones profundas.
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Sospechemos, más bien, que si Santiago es cifra de Chile, de lo que le hemos hecho a Chile, Santiago es cifra de nosotros mismos. Si los escritores no han amado a Santiago, es porque nosotros no nos amamos. Si a sus autores los ha espantado la muralla enterrada y el rostro de imbunche de la ciudad, es porque la muralla y el imbunche son los rostros que vemos cuando nos miramos en el espejo de nuestras pesadillas. Y por eso evitamos el espejo, cerramos los libros.
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Reflejo enturbiado por nuestra propia mirada, rostro joven y viejo, que ya ha perdido la carita de inocencia y aún no alcanza la dignidad cultural de la máscara, el Santiago literario es como somos. Feo y tierno, apocado y arribista, duro con los débiles, blando con los poderosos, íntimo en sus escondites, exhibicionista en sus alardes. Aparentemente abierto, y secretamente amurallado, recosido en los pliegues de sus inseguridades atávicas.
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La novela chilena, durante más de un siglo, ha presentado ese nudo de contradicciones que es Santiago. Y al hacerlo ha desenterrado algo de esa misteriosa muralla imbunchada de nuestra identidad. Probablemente nada, ni nadie, lo ha hecho de modo más intenso y por lo tanto más vivo, y en consecuencia con mayor poder revelador.
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Paradoja, misterio de la urbe que nos hace suyos a pesar del resentimiento que nos inspira, es posible que los novelistas hayan relatado ese sufrimiento de Santiago, por amor. Porque su misterioso rostro de muralla e imbunche, tapiado y herido, de alguna forma ha de ser besado si queremos reconciliarnos con nosotros mismos.
CUARTA PARTE:
El espíritu de los barrios


Los ensayos de este libro, La Muralla Enterrada,  hablan de un Santiago imaginario, dividido en siete áreas o barrios, más o menos correspondientes con zonas de la ciudad real. Esta correspondencia es más de carácter metafórico que geográfico. Más que retratar calles, esquinas, plazas pobladas de niños o avenidas fatigadas por el trabajo humano, lo que hacen estas novelas urbanas es domiciliar los sueños de sus habitantes, radicar las imágenes de sus dramas y así insinuar un espíritu de estos barrios.
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Al sugerir el alma de los barrios, estas novelas también pueden expresar zonas de nuestra identidad colectiva. Nos cuentan maneras que tenemos de convivir, comerciar, integrar o aislar al otro; delatan nuestras actitudes frente a la locura y la muerte; denuncian la violencia de nuestro poder; develan las estrategias de nuestros deseos; cantan nostalgias de un pasado mítico; evidencian la fuga sin destino hacia nuestras utopías.
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Cada barrio de esta ciudad ficcional se presenta asociado a una imagen tomada de sus novelas que sugiera, simbólicamente, ese espíritu.
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LA CHIMBA, al norte del río, es nuestro «otro lado». Desde su origen como barrio de indios en la Colonia, allá hemos puesto lo que el Centro niega: la muerte y la locura, los cementerios y el hospital siquiátrico. Pero La Chimba también es el vientre de la ciudad, la Vega, su fiesta nocturna en Bellavista. En esta amalgama de pulsiones primarias - entre el inconsciente y el vientre -, reaparece uno de los símbolos más poderosos de Santiago: el Imbunche. Al negar la muerte y la locura, cortamos las alas de nuestra creatividad - de nuestra ciudad - cosemos el imbunche de Chile.
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EL CENTRO de la ciudad, sede de nuestro poder político y económico, se identifica simbólicamente con la ciudadela amurallada. El lugar de nuestra fundación representa, a un tiempo, nuestra razón cautelada y nuestro corazón defendido; ambos encastillados tras invisibles pero efectivas defensas, sugerentes de otras tantas inseguridades que nos asedian.
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EL BARRIO ESTACION CENTRAL es, desde sus novelas, el arquetipo de todas las zonas "rojas" de Santiago, las urbanas y las mentales. El área prohibida que acucia el deseo, escondiéndose tras el umbral de la ciudad. Su poder de excitación es directamente proporcional a la hipocresía de una legalidad que necesita, desea, la trasgresión que se le hace. Para sus personajes, el deseo de lo prohibido surge como rebelión instintiva contra la violencia de lo permitido. Y como alivio personal de un orden social intocable. Si el chileno es un pueblo manso y ordenado, como lo quieren nuestros mitos, el suyo es el orden de los burdeles, donde se negocia el desahogo.
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EL BARRIO MATADERO, en la zona de la calle Franklin, sintetiza la pobreza de Santiago. Su unidad de espacio es el conventillo, que anticipa todas las demás formas de habitar marginalmente la ciudad - la sociedad -: la callampa, la población, el campamento.
El antiguo rito del barrio, el sacrificio de animales, continúa simbólicamente dondequiera se practique el holocausto de las vidas humanas sacrificadas a la miseria. Frente a ese sacrificio, el temperamento de sus personajes se expresa en la ternura del matadero. Violencia a menudo autodestructiva que es el único, y en el fondo entrañable, acto de apropiación del mundo reservado a estos personajes marginales.
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EL ZOCO metaforiza, a partir del comercio minorista de la calle San Diego, a todos los mercados de Santiago. Representa la brutal preeminencia que tiene entre nosotros la necesidad sobre la civilidad - ya sea política o cultural- . La preponderancia, en un país introvertido, del interés por sobre la curiosidad, de la negociación por encima de la conversación. 
Pero también, paradójicamente, el Zoco simboliza la fluidez, el intercambio, el espacio en el que una sociedad segmentada física y sicológicamente se ve, sin embargo, obligada a encontrarse.
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LA CIUDAD DE LOS CÉSARES abarca antiguos espacios de la ciudad marcados por su condición mítica. La Alameda, el Cerro Santa Lucía, el Parque O'Higgins - ejemplos de varios otros - inventan y desmienten en el curso del siglo, el mito de una urbe que «alguna vez» habría sido mejor. Como todo mito, este es la secreta expresión de un deseo. Su carácter de paseos públicos, de lugares de encuentro social, habla de la posibilidad siempre deseada, siempre perdida, de una convivencia integrada en una ciudad y sociedad más armónica.
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EL JARDIN, por último, abarca a los barrios altos de la capital. Su concepto es la utopía de un Jardín del Paraíso. Un Paraíso doble que es a un tiempo escondite seguro - contra la realidad opresiva de la ciudad convertida en metrópoli populosa - y sueño de una vida distante en lugares remotos. Utopía evidenciada en la distancia y el aislamiento de estos barrios, pero también en la mescolanza nostálgica de los estilos arquitectónicos. Sus habitantes huyen del pasado - antes de que se convierta en tradición - inventándose un presente donde todo será siempre nuevo, sin vejez ni muerte. El precio de esa inocencia, como en la imagen bíblica, es privarse del conocimiento de la ciudad, de la realidad.
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Los lugares de esta ciudad imaginaria de Santiago, al igual que sus novelas, no representan - no podrían representar- un inventario exhaustivo.
La ciudad y su imaginación nos exceden, siempre son más amplios que nuestra mirada.
No podría ser de otro modo, pues es probable que no haya una sola ciudad bajo nuestros pies, sino tantas como sus habitantes. «El catálogo de formas es inagotable. Hasta que cada forma haya encontrado su ciudad, nuevas ciudades continuarán naciendo», dice Italo Calvino.  
La potencia de la urbe como tema social y literario, estriba precisamente en lo inagotable y lo inabarcable del fenómeno. Porque no la abarcamos la imaginamos, al imaginarla la habitamos.
El relato de la ciudad a la que pertenecemos puede ofrecer la diferencia que nos dice quienes somos. Más que eso, explorar, profundizar, habitar imaginariamente nuestra ciudad, como lo hace la novela, puede ser uno de los pocos antídotos contra esa contracción irremediable del mundo miniaturizado por la velocidad.
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La ciudad particular de cada uno puede ser, de nuevo, el único espacio donde experimentar el vértigo de lo inabarcable, lo sorpresivo, lo distinto. Donde menos lo esperábamos, a la vuelta de nuestra esquina, a la vuelta de una página. En la invariante y la similitud contemporáneas, nuestra ciudad soñada y vivida, real e imaginada, puede hacernos, si sabemos leerla, un regalo precioso. El hallazgo de la diferencia. La terrible belleza que aparece, de pronto, en una muralla enterrada.
Puente de Cal y Canto, demolido por Valentín Martínez. dicen que ingeniero.