Rubén Cárcamo Bourgade

viernes

EL CONSERVADOR DE BIENES RAÍCES

Palacio de la Justicia, le decía Humberto Lira, pero eran los Tribunales. Sus altas escalinatas están vigiladas desde lo alto por una estatua de mujer con pechos duros y antigravitacionales, como son los pechos que están creciendo. Será la nueva justicia. Está erigida sobre un pedestal; el pedestal del poder.  Dicen que es la estatua de la justicia pues de sus manos cae una balanza casi desarmada. Y los platillos de la balanza están; uno muy arriba del otro. Llama la atención que sus ojos no tienen venda. Se supone que la justicia es ciega. Claro que no lo es. El ciego es uno,  por creer en huevadas.-

¿Qué hacía el novel egresado de arquitectura y esmirriado funcionario público en medio del territorio de leguleyos? Pues investigando Títulos de Dominio de Propiedad. En una ciudad con topografía tan díscola y escandalosa como la de Valparaíso, la pugna por centímetros más, centímetros menos, puede ser de odios dramáticos y hasta mortales. Grandes territorios de esa ciudad fueron ordenadas, y regularizadas bajo el imperio de la Ley por el aprendiz.


Impartir la justa medida, era la función de último burócrata del escalafón y paradójicamente, representante de una élite cuyas leyes se suponen tan divinas, que la voluntad humana no puede ni debe torcer jamás. Debía ser perfecto en sus cómputos porque su geometría se publicaba y se archivaba; para poner orden en la patria y mapa de la propiedad.


El Conservador - objeto de su inquisición - parecía tener una aureola papal. Quería verlo con sus propios ojos. ¿Cómo vestiría el sueldo fiscal más alto de Chile?   El brillo de sus zapatos deslumbraría como el que más.  El diseño de sus costuras reforzadas: esplendoroso. Anillos. Gemelos. Prendedor de corbata. Reloj de oro. Todos los adminículos  que viste un Pater Familia. El vigilante de la verdad  - aunque fuera encuadernada  -  tenía que ser omnipotente y máxima expresión incorruptible de todo ser humano inmerso en la Administración Pública. No a cualquiera se le otorga la honra de ser el custodio de los Bienes Raíces de la patria,  que son el significado de la vida y expresan nuestra fidelidad al sentido de la existencia misma, al sentido del ser,  a nuestro prístino universo. Conocer al personaje era su urgencia.   Debía ser excepcional. 


¿Qué bendición caía desde las estructuras del poder para ser ungido con ese cargo cardinal, cuya trabajosa tarea era empastar el universo?   ¿Cómo se podía custodiar los documentos de Propiedades, de Hipotecas, de Prohibiciones e Interdicciones, Permisos y Derechos, Negaciones y Restricciones, de Prendas, de Descubrimiento de Minas, Derechos de Aguas y ser bien pagado?   Casi un pontífice. Un enigmático patriarca, tal vez parasitario, cuyo derecho se basa en su propia persona o acaso era divino.


El monstruoso archivo del Conservador de Bienes Raíces recibe al público con un mesón propio de una pulpería. Allí se solicita a los archiveros el libro del año que se busca. Lo traen haciéndolo caer estrepitosamente sobre el mesón. Se puede permanecer días enteros trabajando con afán hasta llegar a los albores fundacionales de la historia de la ciudad. Todo está allí debidamente anotado, registrado. Tratándose de la propiedad; no hay perdón ni olvido. En una ciudad prodigiosa y generosa por sus lúbricos incendios es muy curioso que nunca se haya incinerado ni una pizca de estos registros ¡Qué gran incendio sería! 


Los funcionarios mal disimulan su malestar cuando van a buscar un archivo clasificado en alturas inaccesibles y lumínicas turbiedades donde deambulan roedores, ciempiés transparentes y esqueléticas arañas descomunales. Pedirles arcaicos repertorios sellados por telarañas, era obligarlos a sumergirse entre difuntos, actos remotos de la historia anónima de los escritos legales, testamentos, defunciones, herencias, donativos, robos naturales o apropiaciones indebidas. El olor a papel viejo se les impregna y con el tiempo sumido en esos anaqueles, la piel comienza tomar un color de papiro amarillento como si ellos mismos comenzaran a ser retirados del archivo de los vivos y pasaran a integrar el desgastado mundo de la angustia metafísica; el paso anterior a la existencia fantasmal.


Entre todos esos funcionarios le llamó la atención un joven moreno, particularmente elegante. Tanto, que desentonaba entre todos los funcionarios, pues vestía mejor que los abogados. Pero aquel joven, galano postulante a refinado, estaba más vivo que todos. Su gesto vanidoso revelaba que tras ese mesón era el vicario de una teología oculta, depositario de la profunda fe que ponía en él, el Público en General. Parecía que el sosegar esa necesidad para el funcionamiento del ocaso y la ruina, el auge y la fortuna, dependía solo de él. La amarga ironía sobre esa falsa necesidad y la necesaria falsedad era que ambas constituían la naturaleza divina de ese orden del mundo del conservador de papeles, su ministro de fe. Y en ambas creía el aprendiz de burócrata.


Notó que algunos refinados abogados, se movían con solvencia y soltura, extendiendo con la punta de sus dedos, un papel por sobre las cabezas de las personas denominadas; Público en General. Advertido de la amable prontitud con que eran atendidos los juristas,  decidió imitarlos y llegó al día siguiente con su papelito de la mejor caligrafía; Registro de Documentos; Año 1932 - fojas 1005 – 1010 


Llegó ansioso al Palacio. Se acercó al mesón con el papelito en la punta de sus dedos. Entonces el joven  moreno y elegante, extendió su blanca manga orlada por dorados gemelos y retiró - por sobre la cabeza del Público en General - su solicitud escrita. Con vano orgullo esperó detrás la aglomeración,  hasta que el joven moreno y elegante regresó con el mamotreto de gruesas tapas de cuero para lanzarlo despreciativo,  altanero y brutal, sobre el mesón del público con una mirada fulminante que decía algo así como: 


- Ahí tení. 


En su candor, había olvidado incluir el billete que todos los abogados y duchos en el sistema entendían que debía ir dentro del papel para ser atendido con solícita urgencia. Supo así el origen del buen vestir del joven moreno y elegante. A partir de aquel incidente lo evitó, pues le avergonzaba tomar aquel hábito que su feble presupuesto no podía solventar.


Pero dada su permanente insistencia  y tímidos requerimientos mensuales en el lapso de tres años, el joven moreno y elegante pareció conmoverse y terminó por abrir  la entrada reservada a los elegidos. Lo hizo con el fin de que el aprendiz de burócrata madurará en la teología del Archivo. La iniciación del mesón había sido superada.


Pudo al fin, acceder directamente a los Archivos del Conservador y sumergirse en las estanterías, escalar la altura formidable de sus anaqueles. Sus corredores franqueados por tanta documentación histórica, le alucinaban. Las discretas soledades de los recovecos le permitían sumergirse en una especie de viaje al pasado. Fue así como un día estival, en que el calor azoraba la excepcional bruma del polvo de las estanterías dispuestas en perspectivas hacia la luz del ventanal encontró la puerta con su placa de bronce: Conservador de Bienes Raíces. El bufete estaba en penumbras y parecía ser una continuación de los corredores por donde ya había caminado. Entró. Algo se movía. A sus espaldas el joven moreno y elegante cerró la puerta sonriendo.


Sobre el tapete verde del escritorio y danzando en calzoncillos, con una ninfa que aún calzaba sus medias escolares, el Conservador de Bienes Raíces; don Marcial Picadía, lanzaba uvas para que fueran atrapadas por esa especie de animalito lastimero e inerme que seguía desnudamente su juego demencial.


Siempre había creído - el aprendiz de burócrata - que desde el edificio de los Tribunales de Justicia se impartía ecuanimidad, pundonor, austeridad y probidad, pero Humberto Lira tenía razón; aquello era un Palacio y desde ese palacio también se impartía la justicia. La que como todos recordarán: era un solemne Palacio de la Risa, atiborrado de despojos, omisiones, abusos e insultos al raciocinio, como esta frase dicha en sus pasillos con la misma certeza y lustre granítico de sus pavimentos: 


"Me tienen curco con los detenidos desaparecidos".


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