Hablar con los fantasmas. ¿Sabrá este despistado que en la casa cohabitamos con fantasmas al cual ya le han puesto nombre? Cirilo. Así es como se llama...
Lo descubrimos por la perra. Cuando las emprendió a ladridos contra la pared.
Y así comenzaron a tener explicaciones tantas cosas perdidas o movidas de lugar. Seguramente lleva muchos años en la casa, Nadie invitó a este personaje. Pertenecía a este lugar antes que nosotros.
Se comenzaron a explicar extrañas sensaciones de ser observados. Fríos por las espaldas. Recuestos en la cama. Alguien duerme junto a uno o se arrodilla a los pies de cama.
Rostros empotrados en las murallas de este mismo comedor ven pasar apurados pasos al trabajo en las mañanas renunciando a ser vana permanencia de un instante. Rostros que decidieron no viajar, nunca, a ninguna parte, se quedaron danzando en el ruido de las regaderas del mediodía, se quedaron en los muros y paredes que protegieron su piel mientras estuvieron vivos al cercado de estos muros que habito. Esa otra piel que también es mía y es mi casa.
Hay sujetos sin viajes. Ni siquiera después de muertos. Permanecen así, inmunes al olvido y son ellos los triunfantes prestos a olvidar a los vivos. Se detienen en una eternidad de la nada detrás de una puerta y se acostumbran a esos que pasean por la casa con tanto ruido y que con portazos remecen sus pechos empotrados en los muros.
Esos rostros nuevos se detienen en los espejos cada mañana y comienzan a serles familiares. No los visitan la duda ni el miedo, si no rostros nuevos y domésticos que envejecen mientras el espejo se enturbia.
Ya les llegará la hora. A pesar de su paso sigiloso se les viene encima el olvido. Se les acercan los nuevos muertos familiares que regresan a cuidar de estos vivos. Y así se suman viejos y nuevos muertos en la casa.
Nadie en el bullicio se ha percatado de que en la licorera se mueven brillos tímidos.
Cirilo se esconde en los espejos de la casa cuando un rostro se aproxima. Huye hacia las lágrimas de lámparas revueltas con polvo y telarañas. En las fiestas del almuerzo no se reconoce. No sabe quiénes somos. Los muertos nuevos con su aplomo lozano y reciente lo han dejado apretado en las paredes para siempre. Tal vez ya olvidó aquel que era.
Sólo conoce la noche en sus grandes fiestas silenciosas. Allí se atreve a caminar deslizando sus pies temerosos entre el húmedo parquet de los pasillos y las frías argamasas de los comedores y terrazas. Las teclas empolvadas del piano ya fueron ocupadas por otros muertos olvidados de los que no escaparán jamás sus nombres.
Ya no sabe dónde ir. Sólo sabe morir apretado tras las puertas. Empujado hacia las sombras leves de las cortinas entre el canto amarillo de las páginas de libros comprimidos en las repisas y los muros que se pintan ocres cada año lo tenemos aterrado; al Cirilo.
No se salvará ni aunque se esconda en el sobre de una carta, porque esa carta a estas alturas, también es un fantasma.
Lo descubrimos por la perra. Cuando las emprendió a ladridos contra la pared.
Y así comenzaron a tener explicaciones tantas cosas perdidas o movidas de lugar. Seguramente lleva muchos años en la casa, Nadie invitó a este personaje. Pertenecía a este lugar antes que nosotros.
Se comenzaron a explicar extrañas sensaciones de ser observados. Fríos por las espaldas. Recuestos en la cama. Alguien duerme junto a uno o se arrodilla a los pies de cama.
Rostros empotrados en las murallas de este mismo comedor ven pasar apurados pasos al trabajo en las mañanas renunciando a ser vana permanencia de un instante. Rostros que decidieron no viajar, nunca, a ninguna parte, se quedaron danzando en el ruido de las regaderas del mediodía, se quedaron en los muros y paredes que protegieron su piel mientras estuvieron vivos al cercado de estos muros que habito. Esa otra piel que también es mía y es mi casa.
Hay sujetos sin viajes. Ni siquiera después de muertos. Permanecen así, inmunes al olvido y son ellos los triunfantes prestos a olvidar a los vivos. Se detienen en una eternidad de la nada detrás de una puerta y se acostumbran a esos que pasean por la casa con tanto ruido y que con portazos remecen sus pechos empotrados en los muros.
Esos rostros nuevos se detienen en los espejos cada mañana y comienzan a serles familiares. No los visitan la duda ni el miedo, si no rostros nuevos y domésticos que envejecen mientras el espejo se enturbia.
Ya les llegará la hora. A pesar de su paso sigiloso se les viene encima el olvido. Se les acercan los nuevos muertos familiares que regresan a cuidar de estos vivos. Y así se suman viejos y nuevos muertos en la casa.
Nadie en el bullicio se ha percatado de que en la licorera se mueven brillos tímidos.
Cirilo se esconde en los espejos de la casa cuando un rostro se aproxima. Huye hacia las lágrimas de lámparas revueltas con polvo y telarañas. En las fiestas del almuerzo no se reconoce. No sabe quiénes somos. Los muertos nuevos con su aplomo lozano y reciente lo han dejado apretado en las paredes para siempre. Tal vez ya olvidó aquel que era.
Sólo conoce la noche en sus grandes fiestas silenciosas. Allí se atreve a caminar deslizando sus pies temerosos entre el húmedo parquet de los pasillos y las frías argamasas de los comedores y terrazas. Las teclas empolvadas del piano ya fueron ocupadas por otros muertos olvidados de los que no escaparán jamás sus nombres.
Ya no sabe dónde ir. Sólo sabe morir apretado tras las puertas. Empujado hacia las sombras leves de las cortinas entre el canto amarillo de las páginas de libros comprimidos en las repisas y los muros que se pintan ocres cada año lo tenemos aterrado; al Cirilo.
No se salvará ni aunque se esconda en el sobre de una carta, porque esa carta a estas alturas, también es un fantasma.
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