Rubén Cárcamo Bourgade

jueves

A DIAMIELA ELTIT. A la salud de Lumpérica, te va el poema ¿Por qué no?



Alguna vez estuvimos de rodillas con Eltit y otra artista audiovisual, en una alfombra cuzqueña fraternizando un cóctel de rodillas. Era muy chic - en los 80´- un cóctel de rodillas, canapé y maní con aguardiente limeño en la casa viñamarina de Claudio Muñoz (EXIT ). En ese tiempo los computadores eran beige  y ya no era pareja de Zurita.

Así te conocí.
Sus ojos negros y su abrigo eran demasiado profundos para confraternizar, así es que apenas le mostré cortés mi dentadura a modo de saludo. No sé si fue un ¿Qué sigue? o un ¿Te pondrías un vestido rosa té y corsé por mí? que le lancé con la mirada. Ella parecía no mirar con ese refulgente brillo insecticida. Me sentí pequeño y a punto de extinción. Seguramente estaba en su zona de dolor y no me vio. (Es la ironía de una instalación de coctel a base de algunos canapé sobre el tapiz).

A su lado revoloteaba un femenino colibrí que le daba a los videos en tiempos del Colectivo Acciones de Arte; CADA. Olían ambas a humedad de ropero 3/4 y pintura de tráfico.

"Viven a pan y té", pensé. Ambas eran como dos asfaltos nuevos. Asfalto al fin y al cabo, Diamiela era autopista sin resaltes y de alta velocidad hacia un punto de fuga invisible por lo oscuro del camino sin ninguna señalética. Entonces qué iba yo a hacer con las ruedas de mi carreta comparando mis poemas con la alta gama de Lumpérica y por la cual se me salió un par de versos en los 80’. Qué iban a ser mis lucecitas de charol al lado del descarne de su verbo. Han pasado muchas becas y paseos latinoamericanos y hasta fama de la académica y aún no sé si ríe, pero si sé – por Dios – que escribe. 

Lumpérica me devoró entre las coristas de fierro fundido y las plantas goteadoras de círculos y círculos en el agua de la pileta ornamental de la plaza Victoria y se deshojaba página por página. Algún día -  me dije - llegará el premio nacional. No hay nada como esto. Ningún vivente macho podrá escribir algo parecido ni viviente alguno podrá acercarnos de tal modo a este abismo intenso. Para mí eso era un poema inmenso. Eso fue hace ya tanto tiempo.

Se merece el Premio Nacional de Literatura y es mi candidata porque es terrible como escribe, porque es lúcida potente, porque no conozco a otra como ella en el horizonte extenso de mi pobre biblioteca.

Y si por esas cosas de la subsistencia literaria se lo dieran a un varón; que ese galardón de 900 lucas mensuales se las den al  cabezón Merino, mi segundo candidato. No me haría asco un voto disidente por Enrique Lafourcade quien ya ni recuerda su nombre de escritor perdido en el laberinto del Alzheimer o por don Germán Marín si es que aún respira.

Sigue el hilo, te va el poema.

La Plaza de la Victoria es un centro social
se ornamenta con trofeos
se infecta de tránsfugas balbuceantes desarrapados o pitucos
y bambolea su nave fantasmal en sus dominios familiares o armazones.

El crisol del mediodía dominguero prodiga sobre bancas astilladas
sus manchas de sol en sombras refulgentes 
que centellan al pasto casi siempre verde y verdé.

Los niños y las palomas
balancean sus pechos al disparo
arrullo de los pasos silabarios.

Los niños públicamente se cagan y ocasionalmente
circunvalan la plaza con elásticas pelotas de aserrín y globos
o con mocos.
Incluso los leones son montados y las perras.

Lácteas tetas de amargura en sus tejedoras
perjuran sus palillos de chaleco salvavidas
si algún varón dotado consumiera sus adornos cerebrales
al son de la marcha incandescente del orfeón.

Pero al son de aquellos pálidos ancianos nadie puede ilusionarse
puesto que si no lloran lastimados por sus nietos olvidados,
iriscentes remanentes de familias connotadas en el ámbito local,
menos reirán con sus placas dentales empeñadas.

Quien debiera marcar la diferencia sería el fotógrafo y un cajón
que impacta descuadrando un feto luminoso 
y traspasa los sentidos,
o al menos un barquito manicero y su barquillo
humeando su algodón contra brisas del perfume victorioso.

Pero no lloran los viejos ni los niños ni menos las muchachas
que no pueden ser acariciadas contra un poste luminoso
si Diamela cruza a pies juntillas, con el alma en vilo,
cuadrado por cuadrado, encumbrando su enamorado pelirrojo.

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