Meli witran mapu. |
Te lo van a servir en un tugurio donde vuelan moscas tontas que llegaron o salieron del chiporro desangrado. Llegarán los tábanos, esa mosca amarilla y cabezona que pica y las abejas; preñadas de miel.
Te acuerdas tanto de Mario Vidal Cid contando que en el Sur - él era del Norte para ti – desangraban un chiporro y lo ahogaban en su propia sangre hasta que los pulmones se inundaban de sangre y de merken, de cilantro y sal, ajo y cebolla, cilantro y limón. Me acuerdo tanto.
Ese mismo pulmón se sacaba del chiporro y se hervía en un caldero. Servíase en trocitos. Me acuerdo. Pero eso no era el ñache que me dijeron. Eso “Es” el APOL te dijeron.
El APOL contiene los últimos suspiros del cordero nuevo, la última bocanada del alvéolo desesperado por más aire. Y tragas aire boqueando para sentir que tú, sí lo tienes, porque algo tose en ti. Y descubres ese fulgor en la mirada de los ojos sin disfraz, esa mansedumbre sin preguntas en la muerte de un cordero. Ese fulgor que se apaga para siempre en él, pero en el espejo de tu cabeza rebotará una y otra vez a lo largo de tu vida. Es un destello del ser de ahí. Somos Aquí, en este lugar de matorrales olorosos y del inframundo cercano a los demonios y al mal.
El ÑACHE que te convidan, te lo tragas. Esperas un rato porque no eres de allí. Te acuerdas de las prietas y ese nombre elegante; morcilla. Y ya no te parece tan raro el ÑACHE, porque te han quedado unos trozos dulzones de cebolla entre las muelas, con ese dulzor viscoso infantil de tus heridas de pantalón corto; en los dedos y rodillas y en las costras mismas que te comiste para apurar la sanación. Te acuerdas del liso rosado de la piel nueva y algún vacio se llena en ese caos amoroso que es el crecimiento de tu propia carne, donde toda muerte prematura es una flor.
Te tragas un buen sorbo de vino tinto para despegar la lengua del interior de la mejilla. Del más grueso, porque te van a volver a ofrecer y tú no podrás insultar a la familia que te invita, con un - no muchas gracias - Y te lo tragas. Y lo mascas. Y pides más. Un manjar.
Te fumas un cigarro o dos, para apretar el baile del humo con piñones recién cocidos junto a una piel más lisa que un mármol de una escultura de Palacio. La tersura de esa piel tiene olor al peinado de la siesta, a cuero cabelludo, a cebo de verano y a quillay y a aguita de manzanilla mijita. Y vas a olerla hasta que sueñes y tengas la visión de un poeta originario – de pequeño ángel tiznado - diciendo:
- “Nos dieron los Incas; duro, los Españoles con su mierda, los Chilenos con sus pacos. Nos masacraron. Les devolvimos. ¡Sí! A los Incas, a los españoles y a los chilenos. Nos hacen mierda desde que llegaron pero, ahí estamos”.
Y vas a ver que la pata de la mesa tiene musgo y tus anteojos se empañaron hace rato y corren gotas sobre tu cara de melón como si fueran chorreos de esperma de cuando te dijeron HUINCA ¡Y qué iban responder tus bellas palabras tan españolas y francesas con ese nombre! Compinche santurrón y sabandija recién llegado.
¡Ningún hombre viejo podrá escribir de cosas nuevas con lenguaje viejo! Entonces todas las risas estallando están, en el tímpano académico, en los hueros tomos de la Historia de Chile, zumbando en las venas de la vida del cordero con residencia en ese gran trozo de lana que es el piño, donde ahora corre tu propia sangre y la de la manada, viviendo, palpitando como un Fórmula Uno, en el ritual de la manada a la que ahora perteneces.
Esa manada a la que Alonso de Ercilla y Zúñiga vio cosechar con sus manos golosas, los frutos de la tierra con los rudos ornamentos del espíritu que eran sus plegarias; y que al hincar el primer verso – la gente que produce es tan granada, soberbia y belicosa – estacó el destino de la raza como el primer estallido de la eternidad.
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