Rubén Cárcamo Bourgade

domingo

" Buenos días a todos los participantes en este Seminario y Workshop, a los anfitriones y a los invitados":


Hay una palabra clave en el enunciado de este evento, referida a los desafíos que enfrenta hoy Valparaíso. Esa palabra es reinventarse. Esto sugiere de inmediato una serie de interrogantes: 
¿Por qué una ciudad con siglos de existencia debería “reinventarse”? 
¿Por qué una ciudad a la que se le reconoce una fuerte y peculiar identidad debería “reinventarse”?
¿Por qué una ciudadanía, orgullosa de su ser “porteño”, de sus peculiaridades, de sus particulares modos de habitar, que la han distinguido en la historia y en la cultura nacionales debería abocarse a una reinvención? Y luego….
¿Qué es lo que debe reinventarse? 
Como siempre hay que acudir al origen y al significado profundo de las palabras, es necesario, primeramente, que nos pongamos de acuerdo en lo que significa “inventar”. Y encontramos al menos 4 acepciones: inventar. (De invento). 
1. Hallar o descubrir algo nuevo o no conocido. 
2. Dicho de un poeta o de un artista: Hallar, imaginar, crear su obra. 
3. Fingir hechos falsos. 
4. Levantar embustes. 
Sobre cualquiera de estas acepciones podríamos levantar un edificio semántico con plena legitimidad respecto de este desafío que, se dice, nos plantea VALPARAÍSO. No obstante, hemos preferido ir un poco más allá del Diccionario de la Real Academia, para indagar en la raíz latina de la palabra “invento”, y ello nos ha proporcionado un nuevo campo de significado, con el que, desde una perspectiva personal, nos hemos sentido más identificados. Si entendemos por inventar lo que su etimología sugiere, es decir “encontrado”, de “inventum”, reinventar viene a significar “reencontrar”. 
Esta significación nos lleva, entonces, literalmente, a un reencuentro. Porque de eso, precisamente, se trata: de reencontrarse con VALPARAÍSO, como quien se reencuentra con un antiguo y querido amigo, luego de muchos años, y al que notamos envejecido, decaído, arrugado, empobrecido, maltratado por la vida, mal vestido. Pero entonces, en este reencuentro ¿Qué queremos de este amigo? 
¿Qué esperamos ahora de él? 
¿Queremos que se convierta en otra persona, distinta de aquella por la que guardamos un afecto? 
¿Queremos que su carácter cambie? 
¿Queremos hacer un “reinvento” de esta persona? 
O, tal vez ¿Queremos que, atendida su condición actual, esa condición mejorara, para volver a ser aquel amigo que apreciamos y que tuvo “un mejor pasar”? 
¿Cómo nos reencontramos con VALPARAÍSO
¿Cuáles son sus características que lo hacen ser una ciudad “de esas que no se parecen a Quillota”, recordando a Renzo Pecchenino, Lukas? 
Por supuesto, enfrentar la indiscutible situación desmedrada en la que hoy se encuentra el puerto no puede estar sujeto a superficiales romanticismos o nostalgismos. 
Es corriente escuchar, a nivel de la opinión de la calle, que “el progreso y la modernidad” le han causado daño a la ciudad. Pero esto no puede pasar de ese nivel de apreciación, de esa doxa. Evidentemente, el progreso y la modernidad es precisamente aquello de lo que carece VALPARAÍSO. Y son, precisamente, señales del progreso y la modernidad, de los mejores tiempos de VALPARAÍSO, como los ascensores y los trolleys, los que en algún momento definieron ciertas peculiaridades del habitar porteño, y que hoy se encuentran arruinados o en vías de desaparecer. Una “reinvención”, es decir, un reencuentro, podría apuntar, entre otros propósitos, a una nueva lectura de esos modos de movilidad urbana tan propios de nuestra ciudad. 
Pero, evidentemente, no podríamos limitarnos sólo a un aspecto tan específico de nuestra ciudad en la búsqueda de este reencuentro. ¿Qué más podemos buscar en el reencuentro con VALPARAÍSO?
Desde luego, la mirada desde nuestra disciplina, la arquitectura. Pero ¿Qué significaría, para el caso en estudio, la mirada desde la arquitectura? Y, en esta interrogante, nos vemos enfrentados a uno de los mayores equívocos ideológicos que se han desarrollado al mirar a VALPARAÍSO desde, precisamente, la arquitectura. Porque, en demasiadas ocasiones, se ha entendido esta mirada como si debiéramos detenerla sólo sobre los objetos arquitectónicos, sobre los edificios “patrimoniales”, sobre aquellos que conforman la postal con la que se crea y se recrea la imagen turística de una ciudad a la que se pretende equiparar con otras ciudades-puerto como Lisboa, Marsella, Génova, San Francisco o Bergen. Como si los vetustos edificios porteños pudieran eternizarse, olvidando su ineludible precariedad material, que los condena a una segura muerte en uno o dos terremotos más. Como si ellos, intrínsecamente, contuvieran, en sus semiruinas reinventadas ahora en colores, el ser profundo de la ciudad. 
Ha habido en ello también mucha responsabilidad desde la profesión misma y desde la academia, es necesario reconocerlo. Pero si ni siquiera es en los edificios, en la arquitectura denominada “patrimonial”, donde nos podremos reencontrar, donde podremos “reinventarVALPARAÍSO 
¿Dónde nos reencontraremos realmente con la ciudad? Casi podríamos empezar, desde la desesperanza, a reinventar VALPARAÍSO, ahora desde la acepción de hacer algo nuevo, algo distinto de lo que es, algo distinto de lo que fue. Tal vez en ese sentido podamos entender los procesos de gentrificación y “puesta en valor” de lugares “típicos”, como los cerros Alegre y Concepción, y extendiéndose a los cerros Bellavista y Florida, en el fenómeno económico inmobiliario que “reinventa” un VALPARAÍSO de mentira, una escenografía al gusto de los turistas, o de un nuevo habitante, snob y aspiracional, que busca un hábitat, frecuentemente de fin de semana, “alternativo” y “sofisticado”. Es la cultura del simulacro, en la que podemos reconocer aquello que nos dice Baudrillard: “se disimula lo que se tiene, se simula lo que no se tiene”. Porque, efectivamente, ese VALPARAÍSO inventado, ese VALPARAÍSO que se pone una máscara de sí mismo, no se encuentra más que en esos escenarios. Recordamos, en estos momentos, a Borges, cuando citando un texto apócrifo titulado “Del rigor en la ciencia”, nos habla de un imperio en el que el arte de la cartografía se perfeccionó al punto que el mapa de una provincia tenía el tamaño de una ciudad, y el mapa del imperio el de una provincia, llegando por último a levantar un mapa del imperio que tenía el tamaño del imperio y coincidía puntualmente con él. En épocas posteriores este arte dejó de ser cultivado, y el mapa fue abandonado por inútil, entregado a las inclemencias del tiempo, y vestigios de él perduran despedazados en los desiertos.. Basándonos en estas imágenes, podemos decir que hoy, en nuestra ciudad, son los vestigios del verdadero Valparaíso, no los del mapa, los que subsisten en nuestro desierto de lo real. Poco a poco el simulacro va liquidando los referentes, ya no como una imitación o una reinvención, sino como una suplantación de lo real por los signos de lo real. Y en ello, hay que decirlo, hemos sido, nuevamente, muchas veces los arquitectos quienes hemos contribuido, ya sea desde las instituciones públicas o privadas o, peor aún, desde la universidad, a poner en valor este simulacro de un VALPARAÍSO escenificado, que suplanta y oculta al VALPARAÍSO real tras los signos de un VALPARAÍSO inventado. En tanto, el verdadero VALPARAÍSO oculta su rostro deslavado, demacrado, derruido, y sólo lo muestra cuando la catástrofe, el agua, la tierra o el fuego lo devela. 
Entendiendo que la ciudad es el más grande reservorio de la memoria colectiva de una comunidad, sin embargo hoy nos enfrentamos al auge de una cierta ideología recuperatoria, materializada en la Declaratoria de VALPARAÍSO como Ciudad Patrimonio de la Humanidad, y que se traduce en ciertos estatutos normativos apuntando a conservar lo existente, y deseos manifiestos de reconstrucción de una ideal ciudad histórica. Esta pretensión, por otra parte, resulta evidentemente imaginaria e ilusoria, puesto que la misma ideología que la plantea y que define el espacio de la ciudad contemporánea reside en unos principios de naturaleza económica, técnica y utilitaria, indiferente a cualquier postulado de respeto hacia la historia. En el fondo, trasunto de una especie de operación de tranquilidad de conciencia mediante la construcción de escenarios maquillados, simulacros de “ciudad histórica”, que fingen recuperar la memoria de la historia, mientras se depreda el suelo urbano a partir de la plusvalía generada por la condición patrimonial, que, como sucede a lo largo y a lo ancho de nuestra sociedad de la inequidad, sólo favorece a unos pocos especuladores inmobiliarios en desmedro del grueso de los habitantes de la ciudad y en desmedro de la ciudad misma. Este mensaje ambiguo, de conservación y lucro, es aceptado sin reservas por una sociedad a la que se le entregan ciertas dádivas, y que tiene la memoria de sus hábitos y de los valores espaciales del habitar ciudadano entumecida, y sus relaciones colectivas enajenadas. 
Pero, detrás del simulacro, escondido entre las viejas latas oxidadas, las escaleras interminables, la precariedad y la pobreza, sobrevive VALPARAÍSO, aquel VALPARAÍSO que no encontramos bajo una máscara, sino que se muestra en su desnudez y su sinceridad en cuanto nos descolgamos o remontamos las quebradas, en cuanto nos apartamos del camino Cintura, en cuanto estalla un incendio, en cuanto arrecian los temporales o en cuanto tiembla la tierra. Los estudiantes de arquitectura de los años 70 en VALPARAÍSO trepaban los cerros, los llamados en esa época “cerros viejos de Valparaíso”: Cordillera, Arrayán, Toro, Santo Domingo. 
Y en esos cerros encontraban ese VALPARAÍSO verdadero, sincero, sin complejo de Patrimonio de la Humanidad, ese VALPARAÍSO que les regalaba sus secretos de un modo peculiar, propio y único de habitar, su único verdadero patrimonio, su habitar vertical, su espontáneo comunitarismo, su promiscuidad, que sólo se logra cuando se vive uno encima del otro y no sólo al lado del otro, literalmente, cuando es la escalera y el ascensor el lugar de lo público, el lugar de esa política que describe Hannah Arendt como “el estar los unos junto a los otros y los diversos”. En ese grano, laberíntico y vertiginoso, en ese misterio que encerraba cada rincón, cada esquina, en ese engaño del sol y del mar que hacen olvidar la pobreza, los estudiantes de arquitectura de las dos escuelas que en esos años existían en VALPARAÍSO aprendían mucho más que en cualquier clase de Teoría o de Historia. En el contacto cotidiano con el habitante de los cerros aprendían que la arquitectura la hacen los hombres para los hombres, y aprendían, entonces, a observar y a conocer con humildad y con amor el habitar de los hombres, ese habitar poético del que nos habla Hölderlin. Un habitar creativo que nos llevaba a elogiarlo en nuestros proyectos de escuela. También en la arquitectura de arquitectos podíamos apreciar una comprensión y un enamoramiento con esa condición diversa, única, de VALPARAÍSO
En la actualidad, la mirada se ha centrado en ese otro engaño que es la condición patrimonial, olvidando detrás de las fachadas pintadas de colores, que nunca tuvo VALPARAÍSO, al VALPARAÍSO de los cerros, donde se esconde su verdadero patrimonio, su radical alteridad, su riqueza y su complejidad urbana, su habitar poético y vertical, bajo el engaño benévolo del sol y del mar. Sólo en el retorno a ese VALPARAÍSO podremos reinventarlo, es decir, reencontrarlo. 
Desde una perspectiva académica, debemos hacer caso a lo dicho por Louis Kahn: “la arquitectura no se enseña, pero igual se aprende”. Y Lukas decía “aquí deberían dar examen todos los arquitectos de Chile”. El reencuentro con VALPARAÍSO, su reinvención, comienza con emprender el camino de retorno que, apartándose de los escenarios fabricados para el turismo, nos lleva por escaleras retorcidas, inverosímiles e infinitas a esa arquitectura que es, como debe ser, el encuentro del quehacer creativo del hombre con el mundo, iluminado por el sol y pletórico de la vida.


JOSÉ AGUSTÍN VÁSQUEZ MÁRQUEZ.

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