Me amaste como un niño. Nunca te atreviste a traspasar la línea del no puedo ni debo que siempre desdibujé ante tus ojos, a riesgo de que me vieras como una ninfómana. También creí que eras un tipo adicto a las rutinas, incapaz de amarme en el ascensor o en los pasillos superiores de los edificios céntricos; cualquiera de esos en los que podíamos entrar y salir por otra calle. No sé qué diablos te contenía. A tu edad y con ese tremendo pellejo (“qué interesante” decía mi madre mientras preparaba el ajuar para mi casamiento) me eras - ¿cómo te dijera? - un antojo necesario antes de casarme. Tal vez el último. Pero tardaste más de lo necesario y me casé con apenas un par de besos tuyos. No sé por qué te besé con los ojos tan cerrados. Volví de mi luna de miel y lo peor de todo fue reencontrarme contigo. Mi deseo por ti estaba intacto y tú no hiciste nada peor que ubicarme, regalarme un poemario y despedirte. El poemario lo leí y lo boté. No me gusta la poesía ni las rutinas y a ti te gustaban las fotos, estáticas. Ahí recordé lo que me dijiste: si viviéramos juntos te pondría un bola de acero en las piernas. Lo recuerdo ahora; mientras las cruzo.
Te cuento que para mi boda usé el collar de perlas que me regalaste y mientras daba el sí - ese sí - hacía correr mis dedos sobre cada perla que era el recuerdo de tus besos de niño. Cuando volví, tú ya estabas distante y yo en otra empresa. Allí conocí al español ese del que me enamoré porque en verdad yo nunca amé a Jorge y a ti tenía que olvidarte. Lo del español se salió de madre y se acabó cuando lo vino a buscar su española, con hijos, con madre y con euros.
Me separé de Jorge; no sin antes recibir sus reproches por mi traición. Me los merecía. Te busqué para recibir consuelo. Fue nuestra última conversación y te pido perdón por esos inmensos goterones que me despaché en el café. Uno de ellos cayó en el tuyo y fue antes de que lo bebieras. Me dije; tal vez ahora sepa cuanto duele. Me consolaste con un abrazo que yo no quería. Era de lástima y yo deseaba que me castigaras. Y hubiera vuelto a ti, con esa bola de reo en los tobillos que tú necesitabas.
En resumidas cuentas estaba perdida en el universo loco construido por mi fantasía. Así es que tomé el primer avión con destino a Miami y pasé una semana abandonada a una maratón sexual. Perdón. Me acuerdo ahora que te lo conté en la plaza meses después. Lo recuerdo por la cara que pusiste cuando te dije: “Me fui a desquitar con el camarero negro del hotel donde desayunaba cada día”. No pudiste evitar soltar esa carcajada como un adiós definitivo.
Te cuento esto porque después de tu carcajada en la plaza, sentí un cansancio infinito. Pasé a tomar un café con leche y pedí esas medias lunas que te gustaban. Allí sola, supe que no volvería encontrarme contigo nunca más. Me lo tomé tranquilamente pero con asco. Al tragar el último sorbo, ya frío, sentí una arcada y vomité en la mesa donde tomaban su desayuno un par de hombres con traje de ejecutivos que contaban sus infidelidades.
- El despecho tiene su precio - les musité babeando antes de salir corriendo por Huérfanos.
Te llamé muchas veces y me respondiste con tu maldita dulzura y cortesía de siempre, porque eres malditamente educado.
...ni siquiera sé por qué te escribo... Gloria
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