...Y a mi plato se le acabó hace rato ya todo el caldo. Las presas disminuyen a cada corte untado en mostaza para aquellos con nuevos paladares. Se acabó el almuerzo.
A propósito de huesos; leyendo el Empampado Riquelme - ese hombre que inesperadamente abandonó el tren nocturno durante una imprevista detención en medio del desierto, disipándose en la pampa y en olvido. De él me llamó siempre la atención que el talón anclado de Riquelme, hecho pura cal reseca, quebradiza y blanca después de cincuenta años en medio de la nada del Desierto de Atacama; sostenía aún porfiadamente contra el viento eterno de la pampa; su sombrero.
Ese hombre que abandonó amante, esposa, cuñada, hijos, hijas y que terminó al fin abandonando el tren con; nunca fue capaz de abandonar ese sombrero, que confirmó durante toda su vida la estampa del hombre silencioso y bajo sombra.
Ese sombrero de alón redondo lo resguardó durante las horas terminales en medio de los vientos de la pampa, acompañado sólo por el ruido de su respiración perdida y el tic tac del reloj Urbina que al final, después de atascado el corazón, continuaría moviendo el vaivén de su engranaje durante días hasta que sin personaje a quien martirizar con la premura del tiempo, se detendría; marcando para siempre las diez y media.
¿Hay en el desierto algo más importante que la sombra de un sombrero y algo más inútil que un reloj?Debe ser el hueso sin médula el que me trajo este recuerdo.
- Muchachos les voy a contar algunas historias de mi suegro mientras se acerca el postre.
Olvidé lo que comía. Creo que era fruta fresca y natural con algo de yogurt. Las naranjas tienen mucha hilacha. Y las pepas del kiwi se me quedan escondidas entre las encías por lo cual comienzo a ejecutar las morisquetas con la lengua detrás de mis cachetes mientras frunzo los labios y mis bigotes crecen más allá de la punta de mi nariz. Estoy en un largo recorrido de mi lengua tanteando sobre mis fieles colmillos casi debajo de mi ojo izquierdo, ese que enfoca ya distinto cuando Jóse me mira con lo ojos fijos. Lo tengo hipnotizado. Y al Abuelo le bailan los ojos. No se atreve a mirarme directamente a los ojos.Estoy haciendo el loco. Mis hijas están con los ojos atentos no sé a qué.
Mi lengua ya pasó debajo de los bigotes que se erizan y los veo a ras de mis mejillas con el borde inferior de mis ojos que se salen tratando de ver los extremos de los pelos del bigote. No les cuelga ni un solo fideo. Están limpios.Se equivocan no son las hilachas de la carnes las que producen las molestias. Son las pepitas del kiwi.
Esos mocebos ya me miran con desconfianza. Han visto que mientras lanzo algunos chistes de corte irónico mis ojos divagan apartándose de esta mesa. Serán que ya sospechan que me aparto de sus conversaciones, del minuto que comparto con ellos y recorro lugares y tiempos dispares al cerrar los ojos. Pero recupero la cordura y asomo mis ojos furiosos como Jack Nicholson en El Resplandor, pero un poco más peinado porque ya crucé el umbral que nos separa del mundo fantasmal.
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Capaz que yo, ya esté hablando solo y por respeto callan. Parece que estoy haciendo el ridículo. Que me da por hablar con tanto muerto y con vivos, vaya uno a saber por dónde van pero rondando por la mesa ya cojea mi suegro con su carraspera.
Nos fuimos de la mina con un compañero porque la paga era mala. Partimos hacia la costa. Ya aparecería en algún momento la delicada línea del tren.
Cruzamos por la pampa como miles de hombres empujados por el viento. De las huellas quedaría la señal vacía del pie que alguna vez estuvo. Tampoco era necesario apurar el paso. El destino casi siempre es incierto.
Caminábamos en silencio porque tal vez no llegaríamos a ningún sitio. Íbamos con chaquetas, sombrero y una pequeña cebolla. Los zapatos ya estaban llenos de arena. La sed se hacía intensa cuando apareció un punto entre los cerros de la pampa. Una casucha abandonada. Nos dirigimos hacia ella esperando encontrar sombra.
El polvo entranba por las ventanas y junto a un camastro de fierro con alambres cruzados sentado estaba un esqueleto blanqueándose. Esperándonos.
Recién allí nos miramos por primera vez el uno al otro. Para comprobar si el acompañante era un amigo o una sombra. Partimos la cebolla y la compartimos para aplacar la sed. Lloramos mucho...
Recuerdo a mi suegro contando esta historia mientras pelaba una naranja con los codos apoyados en sus rodillas al pleno sol de su casa en el cerro Castillo.
El guizqui aun no llega y el Jóse me pregunta:
- ¿Y cómo está su madre Don Rubén?
Mi santa madre.
Mi madre a quien no llamo desde hace seis meses y que siempre me reclama que no la voy a ver. Que su hijo es un ingrato. Hoy; yo la recuerdo. Mi madre, mi santa madre.
La venerable abuela que mira en la televisión sentada tejiendo junto a sus nietos esa monstruosidad que se llama W W E. La lucha libre conocida antiguamente con “cacha cas can” donde los monstruosos hombres llenos de cototos con vaselina se golpean, se tiran el pelo, se apalean el pecho y sus cabezas en forma de tarugos son aprisionadas bajo bíceps, tríceps, cuádriceps con la llave del trípode o la contorsión del cíclope entre los testículos confinados por diminutos calzones de goma ensartados en sus nalgas brillosas y lampiñas. Sus espaldas brillan sangrando al sudor del coliseo donde una manada de locos limítrofes corea sus nombres bajo las ardientes luces que enfatizan el brillo de sus músculos.
¡¡¡Triple H!!! . Ella grita y se tensa tomando partido por el bueno. Insultando, parada sobre la silla mecedora al contendor traidor y alevoso.
Esa es mi santa madre al cumplir virtuosos setenta y ocho años. Es una feroz vieja ansiosa de venganza feminil y de sangre viril en el cuadrilátero; altar de sadismo y masoquismo.
Perdóname viuda; pero es cierto.
- Mi madre está muy bien, José. Le acaban de colocar un marcapasos que parece una chapita de las Ancianitas de la Piedad de Nuestra Santa Teresita. Gracias.
- No hay por qué. Pero aún no me responde si esa carta es como hablar con los fantasmas Don Rubén.
El polvo entranba por las ventanas y junto a un camastro de fierro con alambres cruzados sentado estaba un esqueleto blanqueándose. Esperándonos.
Recién allí nos miramos por primera vez el uno al otro. Para comprobar si el acompañante era un amigo o una sombra. Partimos la cebolla y la compartimos para aplacar la sed. Lloramos mucho...
Recuerdo a mi suegro contando esta historia mientras pelaba una naranja con los codos apoyados en sus rodillas al pleno sol de su casa en el cerro Castillo.
El guizqui aun no llega y el Jóse me pregunta:
- ¿Y cómo está su madre Don Rubén?
Mi santa madre.
Mi madre a quien no llamo desde hace seis meses y que siempre me reclama que no la voy a ver. Que su hijo es un ingrato. Hoy; yo la recuerdo. Mi madre, mi santa madre.
La venerable abuela que mira en la televisión sentada tejiendo junto a sus nietos esa monstruosidad que se llama W W E. La lucha libre conocida antiguamente con “cacha cas can” donde los monstruosos hombres llenos de cototos con vaselina se golpean, se tiran el pelo, se apalean el pecho y sus cabezas en forma de tarugos son aprisionadas bajo bíceps, tríceps, cuádriceps con la llave del trípode o la contorsión del cíclope entre los testículos confinados por diminutos calzones de goma ensartados en sus nalgas brillosas y lampiñas. Sus espaldas brillan sangrando al sudor del coliseo donde una manada de locos limítrofes corea sus nombres bajo las ardientes luces que enfatizan el brillo de sus músculos.
¡¡¡Triple H!!! . Ella grita y se tensa tomando partido por el bueno. Insultando, parada sobre la silla mecedora al contendor traidor y alevoso.
Esa es mi santa madre al cumplir virtuosos setenta y ocho años. Es una feroz vieja ansiosa de venganza feminil y de sangre viril en el cuadrilátero; altar de sadismo y masoquismo.
Perdóname viuda; pero es cierto.
- Mi madre está muy bien, José. Le acaban de colocar un marcapasos que parece una chapita de las Ancianitas de la Piedad de Nuestra Santa Teresita. Gracias.
- No hay por qué. Pero aún no me responde si esa carta es como hablar con los fantasmas Don Rubén.
-¿Y la tuya?
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