Dejo el libro, dices. Toma el libro te digo, tú no puedes dejarlo. No lo abandones porque hay que escribir, ver, conversar, acaramelar (mira que palabra más linda) hay mucho que abundar porque eres copioso, encebollar, hombrear, imaginar, sumar. ENCONTRAR o iniciar esta carta que tal vez nunca te envíe.
No sé qué
decir por timidez intelectual pero lo sé en el corazón. Lo que no sé es
cómo.
También sé que lo importante irá entre líneas porque los textos son más que ellos mismos.
También sé que lo importante irá entre líneas porque los textos son más que ellos mismos.
He leído
tus versos de dolor y nada se me ocurre. Nada. No por vacío sino por exceso.
Todo es inmensidad cuando cierras los ojos. Allí estará al solo llamado, el vacío. Está. Está todo lo incompleto y quien falta es el mayor vacío. Podrá ser solo una parte de uno, incluso pequeña, pero de una inmensidad que solo conoce quien lo tiene
Estamos llenos
de sentimientos y el más intenso es el sentimiento del dolor y el sentimiento
del vacío es peor.
Tú sabes
que tengo amistades profundas y en nuestras conversaciones no sé explicar
inteligentemente por qué siento agobio y rubor, cuando me enrostran mi presunta
felicidad y se atreven a enumeran los hitos de la presunta. Seguramente se
refiere al tercero que soy, pero no al
que sufre ahora contigo como una pálida sombra de tu dolor. Dolor que reconozco
en mis pérdidas y ausencias. Incluso en lo que perderé mañana.
Todos los
días suceden cosas en el mundo que no se explican. Todos los días hablamos
cosas que se olvidan, pero nunca se van al secreto del olvido los nuestros frutos joviales. Dios quiera que yo también sea un fruto.
Nos
preguntamos dónde está el dios al que quisiera culpar, rezarle y llorarle por
los crímenes no cometidos, por las
culpas impensables y llorar con lágrimas calientes de esas que arden dentro del
corazón, a la estatura de dios, a la verdadera estatura del dolor. Vaciarme es lo que quisiera, del vacío.
La vida de
los que amamos nos infiltra las bodegas
del alma sin que nos demos cuenta, desde la misma infancia, desde el
trabajo, los hijos, el matrimonio. Nadie llora específicamente la pérdida de la infancia o de un amor. Se llora por un todo acumulado - casi
anónimo y lejano - cuando nos traspasa
la fuga del tiempo. No hasta que se acaban las lágrimas, sino hasta que uno se vacia, hasta ser otro; uno nuevo.
Llorar, llorar rodando es lo correcto.
Releo,
detenidamente, palabra por palabra lo que te escribo y me traspasa el recuerdo
de todo lo que te he escrito hasta ahora. También me traspasan los versos de la
canción que escucho, nuestras celebraciones, iras, carcajadas, libaciones y ovaciones, complicidades
perversas y pequeñas y el territorio de un imperio único, pero todo me parece vano, casi nada, en la vastedad de la ausencia; la que sufres.
También
las imágenes, las palabras indefensas y más perpetuas que nosotros, las estrellas y pupitres, tus maestros y
pupilos y el frío de las rocas que te
ponen en la esquina de la realidad son inconmensurables, hasta
deshacerse en horas y distancias irreconocibles. Son de otra dimensión y de un lugar ajeno a
nuestras historias. No parecemos nosotros en este trance y acaso lo somos más que nunca. ¿Cómo pudiera explicarlo, si no en esta ambigüedad?
Dormir sin
conciencia ni sueños y despertar a una infancia nueva, compañeros nuevos, padres
nuevos y amores nuevos. Empezar de nuevo. Y todo lo que ocurre apenas es; un nuevo día. Y es bastante. Por eso te pido escuchar la Acuarela de esa canción.
Puedo
dejar el texto hasta aquí, porque ilumina un final, pero sé que eso no
existe. Acomodamos el nuevo día a quien queremos parecernos, con quien queremos
estar. Por eso se habla de construir el
propio destino y encontrar al que se quiere ser.
Miro hacia
ti con respeto inmenso. Desde afuera, desde la terraza si quieres, pero ninguna
derrota es posible dada la construcción de tu vida. Por supuesto que no. La belleza está hecha sobre nuestros recuerdos
y pesadillas y tú eres parte de mi belleza, querido amigo y de la belleza de muchos.
Como siempre;
mi abrazo inmenso y el gesto tan fraterno
y formidable como un beso, que podrás cambiar, si me disculpas, por un rezo.
Rubén.
Te dejo un
texto de Fernando Pessoa para concluir esta carta que no envío:
“Cuando me encontré, me vi guardado. Pero no
me importó. Estaba otro. Había convivido con Dios, siéndolo, y todo era
fraterno para mí y yo era fraterno para todo. Cuando beso las piedras y los
árboles y los rayos de luz, ellos también me besan. Esos besos son oraciones que yo y las cosas rezamos juntos, tan diosmente
fraternos y agradecidos de ser.”
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