Pocos saben como fueron los días finales de Eduardo Molina Ventura, muerto en el invierno de 1986. Se conoce su leyenda: que jamás publicó un libro pero tiró de la carreta poética de muchos connotados. Fue un hombre superado en vida por la propia leyenda que creó. Decayó y murió como un anciano sin fuerzas, abandonados por sus discípulos de ayer y todos los que profitaron de la energía e imaginación de su plenitud.
La personalidad magnética de Molina - un hombre de corbata y modales -
convertía cada encuentro en un "miniescenario" de palabras, risas y
gestos, tejiendo mitos y espejos poéticos a su alrededor en los que se miraban
Vicente Huidobro, Teófilo Cid, Enrique Lihn, Eduardo Anguita, Stella Díaz
Varín, Jorge Tellier, Efraín Barquero y Nicanor Parra. Molina estaba en
vanguardia por sobre ellos.
Huidobro no soportaba que Molina estuviera más informado de literatura en el
ámbito trasatlántico que él habitó.
Si Huidobro hablaba de Paul Eduard, Molina ya lo sabía todo.
Si Huidobro fanfarroneaba de sus amistades aristócratas, Molina demostraba
mejores linajes. Molina lo sabía todo de antemano.
Si alguien decía impulsar algún movimiento, Molina ya lo había identificado
fuera del país y sabía quien era el impulsor. Molina estaba al tanto de todo.
Molina fue quien descubrió la existencia de un escritor finísimo que había que
leer; Herman Hesse. Sus amigos fueron a leer "Demian" a la Biblioteca
Nacional y había que leerlo en la sala de lecturas, sin préstamos. Era 1938.
Molina fue el primero que habló Teilhard de Chardin. Fue el diletante de los
diletantes.
A pesar de su talento, Molina permaneció inédito, pero más allá de los libros
hay un valor en esas figuras marginales que enriquecen la literatura con su
presencia legendaria.
Flotante y magnético, Molina tiene dos artículos que describen su presencia; en
"La Belleza de Pensar" de EDUARDO ANGUITA y un par de poemas en
"Discursos de sobremesa" de NICANOR PARRA . En uno de ellos, Parra
agradece el premio con humor mordaz y evoca a Eduardo Molina Ventura, el
legendario "Chico Molina", amigo común de la Generación del 38 y de
las tertulias santiaguinas.
TALCA, CHILLÁN Y LONDRES
(El discurso que está por escribirse)
Señoras y señores:
Talca, Chillán y Londres
son los tres nombres que me trajeron aquí
o los tres nombres que me llevaron allá
no lo sé con certeza
pero lo que sí sé es que
en este preciso instante
me encuentro en el centro de un rompecabezas
donde las piezas no encajan
o encajan de más
como en un poema de T.S. Eliot.
[ ... ]
Y hablando de poetas invisibles
que merodean por los márgenes del canon
como fantasmas en una casa embrujada
me acuerdo del Chico Molina
ese dandy etéreo de las peñas del 38
que flotaba por las calles de Santiago
con su corbata al viento
y un verso de Saint-John Perse en la boca
¡El Chico Molina!
el que nunca publicó un libro en vida
pero que traducía a los muertos
y resucitaba a los vivos
con una sola impertinencia
lanzada al vuelo
como un cóctel Molotov de palabras.
Él me diría hoy, si estuviera aquí
con su aleteo marino de brazos:
"No me explico, Nicanor,
cómo te dieron esta medalla
si ni siquiera sabes diferenciar
un abate de un antipoeta". Y tendría razón,
porque Juan Ignacio Molina
el sabio italiano-chileno
describía pájaros y plantas
mientras nosotros
nos emborrachamos con vino de Borgoña
discutiendo si el universo
es un huevo o una naranja.
Pero gracias, de todos modos,
por este honor inmerecido
que me obliga a confesar
que la verdadera medalla
es la que otorgan los amigos ausentes
como el Chico Molina
o como Chillán en las noches de invierno
cuando el Bío-Bío murmura secretos
a los pollitos que dicen pío pío.
[ ... ]
Hasta aquí los discursos han sido buenos
pero el que está por escribirse
será el definitivo:
un manifiesto contra el silencio
de los poetas que no mueren
sino que se convierten en estatuas de sal
en el desierto de Atacama. Gracias.
[En la imagen Stella Díaz Varín con Eduardo Molina Ventura]

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